Los Tequieros

Los tequieros están a flor de piel, en la punta de la lengua, asomándose por la boca, tímidos, sin atreverse a salir, espiándote, mirando cuáles son tus reacciones. Yo aprieto los labios para que no se me escapen. Pero luego llegas tú y me besas. Entonces, como en una película de acción, se llenan de valor, se creen Indiana Jones y salen a recorrer el túnel que forman nuestras lenguas, nuestros labios, la máquina siempre en movimiento de nuestros besos. No temen ser atrapados por una de las lenguas y reventados con violencia contra los dientes. Caminan sobre mis papilas y yo siento el peso dulce de sus pasos. Cuando los besos se ponen apasionados, ellos se ven sin asidero en este remolino húmedo de carnes y se agarran de tu campanilla como si fueran en un metro descarrilado. Luego la marea baja y volvemos a la ternura, pero ellos siguen ahí, aferrados, se distraen, se ponen a leer la sección de romance del periódico: mujer de ojos profundos y oscuros como barcos busca hombre con ojos de mar en calma para navergar juntos hasta el confín del mundo. Cuando se percatan de la ola de saliva que se les viene encima, ya es demasiado tarde y la lengua los empuja, se revientan de espaldas contra la pared acolchada de tu traquea y bajan en un tobogán de miedo por tu laringe. A veces uno de ellos detiene la caída al vacío aferrándose a tus cuerdas vocales y hace tanta presión con sus manos que te dan como ganas de vomitar, como cosquillas. Un viento huracanado sube en dirección contraria a la saliva y lo suelta de su asidero y vuela en el aire como un paracaidista a la inversa y sale con violencia por tu boca hasta estrellarse contra mis oídos. Su sonido retumba en mi cabeza y mis otros tequieros, agazapados junto a la última de las muelas, jugando una partidita de póker para matar el tedio, lo escuchan reproducido muchas veces en un eco lejano que cada vez suena más cerca hasta que llega a la boca como otra brisa huracanada que los levanta y vuelan cartas, sombreros, periódicos, se apaga la fogata y son arrastrados fuera y salen todos juntos. Después de esto pasa un tiempo hasta que vuelven a formarse nuevos tequieros. Están hechos de la miel que me das cuando voy a verte. Aparecen pequeñitos, pero van creciendo rápido como los hombres. Los hay atrevidos. Esos son los que se preparan como un corredor de carreras listos a salir a toda prisa apenas escuchen el sonido de alarma. Corren y se lanzan cual nadadores de competencia en una piscina. Los hay curiosos. Son los que recorren toda mi boca, los que me hacen dar un gusto dulce cuando te veo. Estos buscan la oportunidad perfecta. Se aprovechan de mi distracción, del asombro que me deja abierta la boca cuando te admiro. Se paran en mi labio inferior, como en la cornisa de una ventana, y miran hacia abajo. El precipicio les da vértigo y se agarran a la comisura de mis labios y se quedan ahí esperando la fracción de segundo en que mi boca toca tu oreja. Entonces hacen el traspaso con seguridad y con calma y se van caminando lentamente túnel adentro por el hueco de tu oído. Hay otros que nacen locos. Son maniáticos, inquietos, son los que están en constante movimiento, los que sufren de claustrofobia, los que no se acercan a los demás para jugar a las cartas y se quedan frotándose las manos compulsivamente junto al fuego. Son huraños, raros, tímidos. No soportan la oscuridad ni la humedad y no se atreven nunca a asomarse por mi boca. Se quedan en lo más oscuro de la cavidad, duermen como murciélagos, colgados de mi paladar, hasta que un día, en el paroxismo del desespero, mandan al carajo todo y se acercan a la ventana y se tiran como se tira un drogadicto de un décimo piso. Esos son los que nunca llegan a tus oídos, los que digo cuando estoy sola y se quedan ahí, tristemente tirados en el piso, como muñecos inservibles, sangrientos, muertos.

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