La cárcel rusa
La vi cuando salí al patio a fumarme un cigarrillo. Una vez más
había fracasado en mi intento de dejarlo y sus ojos brillantes parecían
reprocharme. Al principio no me di cuenta de que estaba ahí. Fue solo cuando
las luces del jardín se apagaron automáticamente que descubrí su contorno sobre
una rama. No era un animal cualquiera.
Tal vez era esa elegancia con que descansaba sobre sus garras la
que me reveló que se trataba de la poeta muerta. Eso y el hecho de que su
recuerdo llegó vívido a mi mente en el instante en que la descubrí. Su pelambre
me hizo evocar esa foto que ella me mostró un día que fui a visitarla a su
apartamento.
Es invierno en el retrato y ella lleva un abrigo de marta y un ushanka.
Mira fijamente a la cámara como si pudiera ver el instante actual. Ese día
cumplió 30 años, me explicó. Osvaldo le acababa de regalar una cámara alemana
comprada con su salario de diplomático y después de cenar salieron a tomar
fotos por la Plaza Roja. Ella se adelantó, en una esquina volteó para buscarlo
y lo descubrió haciéndole fotos. Su mirada de reproche lo hizo presionar el
obturador.
Era la misma que encendía sus ojillos ahora. Apagué el cigarrillo lentamente y expulsé la
última bocanada. Sólo entonces miró hacia otro lado. Era tarde, decidí
acostarme y me olvidé de ella.
Pero somos seres de ritos y la noche siguiente tuve de nuevo el
impulso de fumarme un cigarrillo antes de dormir. No acababa de encenderlo
cuando la vi en el mismo lugar con la misma mirada. Ella nunca había fumado
pero eso no le había importado a la enfermedad que se la había llevado a los 54
años. Inmediatamente me sentí culpable y apagué el cigarrillo. Sólo en ese
instante dejó de mirarme. Decidí acercarme para verla de cerca. Era hermosa
como ella. Le gustaba que la admiraran. Cuando leía sus poemas, un aire místico
y altivo la elevaban.
Para mi sorpresa no se movió de su rama al acercarme. No parecía
tener miedo de mí. Me miró de nuevo pero esta vez no había reproche en su
mirada sino una infinita soledad idéntica a la que había en sus ojos desde la
muerte de Osvaldo. En voz alta le dije que volvería a visitarla mañana y un
bostezo suyo me dio a entender que era un trato. Luego empezó a bajar del árbol
y se perdió en la noche.
Soñé con ella. Me decía que estaba bien. Había publicado un nuevo
poemario y sus columnas sobre teatro habían sido sindicadas a varios diarios.
Ya no tenía problemas económicos, como cuando vivía en México.
Todo el día tuve el sueño en el pensamiento. Se le veía saludable,
no como la última vez que la vi, flaca, calva y delirante en una cama de
hospital, sus amigos haciendo turnos para acompañarla en la agonía, sus muertos
a su lado, conversando incesantemente con ella.
Cuando volvía del trabajo me llamó el hermano menor. Le conté de
las visitas que estaba teniendo por las noches y me explicó que los indígenas
creen que los muertos vuelven en cuerpos de animales para ayudarnos a procesar
el luto.
Tal vez era eso. No tengo memoria de un sepelio. Creo que la cremaron en privado.
Recuerdo que le presté mi preciado libro de Gómez Jattin para que pasara las
horas de tedio en el hospital. Tras su muerte nunca hice un esfuerzo por
recuperarlo. Esa noche salí a buscarla al patio pero sin cigarrillos. Ya me
había acabado la última cajetilla y había decidido no comprar más, dejarlo
definitivamente como una ofrenda a la poeta.
Esperé un largo rato pero no llegó a la cita. Me quedé inquieta e
insomne. Eran las tres de la madrugada y estaba terminando de organizar la
biblioteca cuando sentí un ruido en el patio. Salí sigilosa a ver si la
encontraba. Vi su silueta oscura sobre la verja avanzando hacia el norte, para
luego desaparecer tras una rama. Cuando entré a la casa me di cuenta que detrás
de la biblioteca, junto a la pared, en el piso, había unos libros tirados. Los
recogí. Eran “Días ya vacíos”, la antología póstuma de sus poemas; el ejemplar
de “Réquiem”, de Anna Ajmátova, que leyó en el patio de Manny bajo el calor de
los árboles; y el libro prestado.
No intenté comprender cómo logró devolverlo y lo abrí para oler su
perfume tanto tiempo extrañado. Al cerrarlo una postal cayó al piso. Era la
icónica foto del poeta fumando que decidí no enviar a nadie después de
comprarla en la Casa de Poesía Silva y que usaba como marcapáginas de mi libro
favorito. Unos versos decoraban ahora el anverso, su hermosa caligrafía
deformada por los temblores de la morfina.
“El poeta camina cargado de dolores
Suavemente murmura: no me olviden”.
Eran suyos. Los recordaba. ¿Dónde los había leído antes? Empecé a
ojear sus poemas pensando cómo la presentación de ese libro había sido para mí
como asistir a sus exequias. Ahí estaban, en “Poeta sin tumba”, ese hermoso
poema que escribió tras la muerte de su amado.
Finalmente tomé el de Ajmátova, lleno de marcas. Me entretuve un
buen rato leyendo el poema completo. Justo antes de cerrarlo repasé “En lugar
de un prólogo”. “-¿Y usted puede describir esto?/ Y yo dije: / – Puedo.”
Entonces algo como un hielo resbaló por mi mejilla, sentí el frío intenso de tu cárcel rusa: el maldito cáncer que te hizo madre y prisionero a la vez y destrozó aquello que alguna vez fue bello. Yo también puedo.
Entonces algo como un hielo resbaló por mi mejilla, sentí el frío intenso de tu cárcel rusa: el maldito cáncer que te hizo madre y prisionero a la vez y destrozó aquello que alguna vez fue bello. Yo también puedo.
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Elena Tamargo Cordero (La Habana, Cuba, 4 de marzo, 1957 - Miami,
EE.UU., 20 de noviembre, 2011). Germanista, filóloga y doctora en Letras Modernas; académica,
ensayista y poeta. Traductora de la obra
de F. Holderlin. Publicó los poemarios: “Lluvia de rocío” (1985), "Sobre
un papel mis trenos" (1989), "Habana tú" (2000), "El
caballo de la palabra" (2007) y la antología póstuma “Días ya vacíos,
poemas escogidos” (2011) ; los libros de ensayo: “Juan Gelman: poesía de la
sombra de la memoria” y “Bolero, clave del corazón” (2004); y la antología “Hay
que vivir el momento: 101 boleros” (2002). Tamargo obtuvo el Premio de Poesía “13 de Marzo”
de la Universidad de La Habana (1984) y el Premio Nacional de Poesía
"Julián del Casal" (1987). Después de una estancia en Rusia, vivió
desde comienzos de los 90 en México hasta 2008, cuando falleció su marido el
poeta Osvaldo Navarro, y se mudó a Miami. Murió de cáncer el mismo día que se presentaba en la Feria del Libro de Miami.
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