Elena Tamargo en la Ciudad Secreta

Llegué a la cita tarde como casi siempre, pero llegué. Me metí por una hendija de la puerta entreabierta y me senté en el último puesto. La pequeña galería estaba repleta y todos escuchaban atentos a la poeta. Yo a duras penas podía verla sentada allá, adelante, junto a dos amigos, de frente a nosotros, pero su voz era fuerte y decidida y como siempre he sido buena escucha me perdí en sus palabras. El lugar ayudaba a que fuera entretenido no mirarla. Decenas, tal vez cientos de objetos orientales poblaban los bordes del pequeño recinto Agartha Secret City, una verdadera ciudad secreta con toda su magia en el corazón de Coral Gables. Y así, mientras un buda o un dragón me miraban y los cristales colgaban tentadores como caramelos transparentes para el espíritu, me fui adentrando en el significado de sus palabras.

Después de un rato pude cambiar de puesto y observarla. En medio de ángeles y diosas hindúes, la poeta cubana Elena Tamargo tomaba asiento con propiedad. De cara al pequeño público que llegó esa noche de domingo a escucharla, imponía su presencia con un trajecito de encaje negro forrado en tela color piel que dejaba al descubierto sus hermosas piernas blancas, sus hombros abrigados por un chal o chaleco de retazos de tela negra simulando plumas. En la mano izquierda, un guante de encaje negro sin dedos dejaba ver sus uñas cortas pintadas de rojo, mientras que los zapatos de plataforma y los aretes de perla complementaban el atuendo. Creo que Elena se esmeró para la ocasión, su pelo parecía alisado de peluquería y su cara estaba adornada por un maquillaje fuerte que tal vez no acostumbra a usar.

Lo que nos hipnotizó durante varias horas no fue su apariencia, sino la profundidad de sus palabras. En su conversación entendimos que es una mujer muy culta, estudiada, que habla con certeza de los temas que conoce, el romanticismo alemán, sobre todo. Elena tiene los papeles para probarlo: estudió Germanística y Filología en la Universidad de La Habana y realizó estudios de posgrado en la Universidad Lomonosov de Moscú y la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México, dice la revista Baquiana, que publicó algunos de sus poemas (pulsa aquí para leerlos).

Fue en el país de los Aztecas donde tocó por primera y última vez el tema del exilio, nos explicó, y dijo que para ella “fue como una receta de médico”, que le sirvió para lidiar de una vez por todas con ese sentimiento de expatriada y dejar atrás muy rápido el dolor de extrañar a su isla, a su pasado en Cuba. Precisamente en México conoció la poesía del argentino Juan Gelman y entabló amistad con él, a quien describe como el modelo de lo que debe ser un poeta: que hace de su poesía su manifiesto y su cura. “Mis grandes pasiones son la poesía alemana, rusa , y lo que la biografía le aporta a la vida”, dijo.

El regalo que nos trajo aquella noche fue un texto de una novela aún sin nombre que dijo está muy avanzada y que tiene que ver con su salvación. Nos confesó era la primera vez que leía en público algo que está escribiendo. Empezó diciendo: “Cada vez que me siento en un sillón dejo una mancha de sangre”. Tras leer el texto, Elena nos habló de su batalla contra el cáncer, de su viudez, de la religión yoruba, entre otras cosas. Yo me quedé pensando en una enumeración de palabras de su novela la cual leyó con el mismo ritmo cadente que tiene su amigo Juan Gelman, a quien llevo con cariño entre los viejos casetes de poesía que escucho en el auto cada vez que me da un ataque de literatura.

Para finalizar, poeta y escuchas entraron en amena discusión. Creo que alguien le preguntó si la poesía era un talento o un oficio adquirido, a lo que ella respondió “la poesía es un don, y uno no debe vanagloriarse de lo que el cielo le dio”. Estoy de acuerdo y creo que Elena lo tiene.

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