Recuerdo de una cuadra en la que ya no vivo

Barrio: Riomar. Carrera 59 entre calles 86 y 90
Década del 80


La cuadra era más divertida cuando caía la lluvia. Mis hermanos y yo nos íbamos hasta los pequeños arroyos que se formaban en las calles 86 y 90 que la delimitaban. El de la 90 era el más potente. Metidos en su cauce podíamos sentir los peñones siendo arrastrados por la corriente. Desde la orilla veíamos pasar flotando las bolsas de basura que tiraban cuadras arriba y que al escampar quedaban encalladas en mitad de la calle sin haber alcanzado el Río, que por esa época podía vislumbrarse desde la esquina.



Otra de nuestras diversiones era meternos debajo de los chorros de agua que caían de los techos de las casas de los vecinos. Mi casa quedaba en toda la mitad de la carrera 59. La de enfrente había pertenecido a los Amador, pero luego fue vendida a los Chiriboga. Tenía unas escaleras de granito que se volvían como de jabón con la lluvia. Sentados sobre el fundillo, con las piernas extendidas, nos impulsábamos hacia adelante con los brazos y dejábamos que la gravedad nos llevara escaleras abajo dando tumbos bajo el torrencial aguacero. Y aunque las nalgas nos quedaban adoloridas el divertido juego bien merecía la pena.

A la derecha de ésta estaba la casa de Guido García, también con el frente de granito y una vez más las escaleras jabonosas se repetían. Pero además había un espacio cuadrado al nivel de la acera que usábamos como pista de patinaje. Cogíamos impulso corriendo sobre la entrada al garaje y luego nos lanzábamos de panza sobre la acera, también de granito. Terminábamos dando vueltas sobre la pista de patinaje. La casa tenía dos pisos y el techo plano y sus desagües proporcionaban los chorros más potentes de toda la cuadra. Nos parábamos debajo de ellos a sentir como la fuerza del agua nos doblaba el cuello.

Otro de nuestros juegos favoritos era tirarnos en patineta desde lo alto de los garajes de estas dos casas. Uno de nosotros tenía la tarea de vigilar que no vinieran carros, mientras el otro sentado sobre el monopatín sólo tenía que subir las piernas sobre el mismo y dejarse llevar, así de empinada era la bajada. El problema eran los frenos, que no existían. A duras penas las suelas de nuestros zapatos lograban disminuir la velocidad y cualquier descuido significaba terminar con una rodilla ensangrentada.

La cuadra tenía una ligera inclinación. Su punto más alto quedaba a unos pocos metros de la esquina con la 86, frente a la casa de el amiguito de mi hermano Rodri, Hans, un niñito rubio y ojiclaro como sacado de un almanaque sueco. Justo frente a nuestra casa la calle volvía a ser plana y esta suave pendiente era mi favorita para patinar. Pero mi mamá me había advertido del peligro de los carros así que en vez de patinar por la calle lo hacía por el sardinel. Con un poco de esfuerzo subía hasta llegar a la acera de los Ibáñez. Hubo una época en que Maritza de Ibáñez vendía leche de la finca que mi mamá compraba y con la que hacía mantequilla, suero, crema y todo tipo de derivados que devorábamos gustosos. Recuerdo que su hija se llamaba Beatriz como yo, pero no se por qué no éramos buenas amigas. Su casa quedaba casi en la esquina, al lado de la casa de los Torres. Allí vivía Silvia, que era de mi edad y también vivía su perro salchicha que ladraba incansablemente cada vez que alguien pasaba por la acera.

Pero estábamos hablando del patinaje. La pendiente empezaba en la casa de los Ibáñez, que tenía un fabuloso garaje en granito perfecto para patinar, seguía en la casa de los Muñoz, donde vivía Angelita que era de la edad de mi hermana. Angelita tenía el pelo negro y rizado, lo usaba estilo afro, muy cortico y tenía la cara llena de pecas. El piso de su casa era de baldosas rojas. La casa era estilo español muy bonita por cierto y tenía una entrada para los carros que podía ser usada de ruta alterna a la hora de patinar. La turbulencia que ocasionaba en los patines el piso de baldosas era un poco molesta pero manejable. El sardinel de la casa siguiente, la de los Cabrales, era de cemento, un cemento liso y fabuloso por el que los patines se deslizaban sin ningún problema, hasta llegar a la entrada al garaje. Aquí habían decidido que el cemento tuviera diseño y el patrón que dibujaba el piso estaba conformado por unos surcos del mismo ancho que la rueda de un patín, de modo que mi aventura sobre ocho ruedas quedaba siempre frustrada pues inevitablemente los patines quedaban trancados en los surcos y la caída era inminente por lo que había que hacer una maniobra de evasión que consistía en hacerse a un lado y aterrizar en la grama que dividía la acera de la calle. Luego con mucho esfuerzo tenía que caminar en patines sobre la entrada del garaje tratando de no caerme hasta llegar a la casa de los Caparroso.



Los Caparroso eran nuestros inmediatos vecinos. Podíamos oír las peleas de ellos y ellos las de nosotros, escuchábamos los gritos que Dolly, la esposa de Lucho, les pegaba a las muchachas y en más de una ocasión nuestras familias se enemistaron no sé porque razón. Luchito, el menor de los Caparroso, y yo éramos buenos amigos, aunque una vez nos peleamos: recuerdo que le di con mi zapato azul de hacer gimnasia en el colegio La Enseñanza, aunque no se cuál fue el motivo de la pelea. Según las muchachas nos besábamos debajo de las mesas, pero yo no me acuerdo de esto. La acera de los Caparroso era carrasposa, estaba hecha de piedrecitas con cemento y pintada de negro con crema. No era la más apta para el patinaje, pero a estas alturas del recorrido ya no importaba.

Mi casa tenía un palo de roble grande y uno pequeño, y un murito sobre el cual sentarse que la dividía de la de los Caparroso. Este bordillo era como la sala de las muchachas de la cuadra. Allí se sentaban a chismosear de los patronos, o a recibir la visita de algún sereno, jardinero o chofer. A mis hermanos y a mí nos gustaba usarlo en la noche de las velitas para resguardar a las velas de las brisas decembrinas. Con la esperma derretida mi hermana y yo hacíamos uñas falsas y nos las poníamos sobre las verdaderas jugando a ser modelos famosas. Sentados en el murito escuchábamos atentos en plena madrugada los cuentos de las muchachas sobre fantasmas, mojanas, duendes y demás personajes de la imaginería popular. Cuando llegué a la adolescencia ese bordillo me sirvió para recibir la visita de amigos y pretendientes, siempre descalza, siempre en chores y con el pelo revuelto. También me sirvió de apoyo para subirme a la inmensa bicicleta de hombre que le encargué a mi abuelo Ernesto en un viaje a Panamá y que durante toda la adolescencia me sirvió de medio de transporte. Años después, me enteré que en el barrio me llamaban Salomé, porque en esa época daban “Tuyo es mi corazón”, una telenovela en la que la protagonista, interpretada por Amparo Grisales, se la pasaba en bicicleta.

En el patio teníamos un palo de mango, uno de guayaba y un limonero. Pero a nosotros nos gustaban los mangos del palo de la casa de atrás. Eran de azúcar y cuando las ramas que caían sobre nuestro patio no estaban cargadas era menester obtenerlos usando un tubo de PVC al que habíamos amarrado una caldereta de Frescavena en el extremo. El problema se presentaba cuando los vecinos se percataban del robo y entonces armaban tremendo escándalo gritando al otro lado del muro y mi mamá tenía que salir a pedir disculpas y prometer que no volvería a pasar, pero luego ella misma nos instaba a repetir el hurto.

Los otros vecinos contiguos que teníamos eran los Ravachi. Su moderna casa no tenía ni una ventana visible, quizá por eso nunca escuchábamos sus peleas, o quizá era que no peleaban. Alberto, el menor, era de la edad de mi hermano Álvaro y muchas veces jugaban juntos. El papá, Ovadía, tenía una tienda de telas y allá terminábamos mi mamá y yo cada vez que llegaba la invitación a un quinceañero. Pensar que esa casa fue construida para una de mis heroínas, la escritora barranquillera Márvel Luz Moreno. Pero según cuenta mi papá ella nunca la habitó. Plinio Apuleyo Mendoza se la encargó a un arquitecto bogotano, quizá eso explica la falta de ventanas. Para cuando la terminaron Marvel y Plinio habían tomado la decisión de irse a vivir a Paris, lejos de Barranquilla, a donde ella nunca más volvería. Todo eso sucedió antes de que yo naciera.

Al otro lado los Ravachi tenían de vecinos a unos guajiros. La casa era enchapada en mármol o algo que se le parecía, como muchas de las casas que se construyeron y reformaron en la época dorada de la marimba, cuando Barranquilla se llenó de camionetas lujosas y de historias de terror en las que muchas personas morían a balazos, en plena calle, tras un altercado sin importancia con algún mafioso. Yo misma fui testigo de esta época violenta. Tenía como seis años e íbamos a visitar a nuestros tíos. Nos acabábamos de bajar del carro cuando escuchamos los disparos. Mi mamá gritó que nos agacháramos junto al carro. Sólo recuerdo mirar muy de cerca la llanta de atrás de nuestro Renault seis mientras pasaba el estrépito. Luego varios testigos contaron que un auto perseguía a otro a toda velocidad por la calle 82 mientras un pistolero disparaba sin piedad. Pero volviendo a la casa de nuestros vecinos, recuerdo que tenía los vidrios polarizados y en su garaje estacionaban una o dos cuatropuertas. Nuestros ojos elitistas no sabían distinguir quién era patrón y quién era del servicio, y hay quienes decían que unos y otros estaban emparentados. En fin, que no sabíamos muy bien quiénes eran y tampoco nos interesaba saberlo.



Contigua a esta casa estaba la de los Amashta. Juan David era un pelao bajito, de ojos achinados y piel color cobre. Tenía la misma edad que Luchito y eran buenos amigos. A veces me dejaban jugar con ellos al fútbol y otras me aburría de sus juegos de niños y me iba para mi casa a jugar con mis muñecas. A lo que sí me encantaba jugar era al béisbol o al kídbol. Mi amiga Claudia Senior venía a pasarse la tarde a mi casa y armábamos dos equipos con tres personas, el tercero era mi hermanito Rodrigo. No teníamos bate sino un palo de escoba muy delgado y usábamos una de las pelotas de ráquetbol de mi hermano Álvaro que rebotaba demasiado por lo que casi siempre hacíamos jonrones. La grama del frente de mi casa nos servía de diamante, las bases las improvisábamos con cualquier juguete viejo.

Fue en esta misma grama que una vez mi papá me pegó la correteada de mi vida. Sucedió un día de carnaval, y Claudia Senior estaba de visita. En el barrio los carnavales eran de lo más aburridos. Por lo general los residentes se iban de la ciudad, lejos del bullicio y la algarabía y dejaban sus casas abandonadas, presa fácil de los rateros. La calle estaba desierta y a nosotras, a la revoltosa edad de once años, se nos ocurrió llenar bolsas de boli con agua y tirárselas a los desprevenidos carros que pasaran. La idea la copiamos de unos muchachos en una camioneta que nos dejaron empapadas en uno de nuestros recorridos por el barrio. El plan marchaba sobre ruedas. Las bombas de agua se reventaban contra los carros y nosotras nos toteábamos de la risa hasta que le dimos a un taxi. El chofer se bajó iracundo y empezó a vociferar que casi lo hacemos estrellar, que le hubiéramos podido reventar el parabrisas y no se que más vulgaridades en medio de su furia. Con tal escándalo mis papás salieron a ver qué pasaba y tras oír la explicación del taxista mi papá se fue quitando el cinturón y me correteó lanzando correazos a diestra y siniestra, pero yo, a pesar de estar descalza como siempre, era más rápida y me le escapaba dejando tras de mí los zumbidos del cuero que resonaban en el aire. Cuando llegó al frente de la casa de los Ravachi, mi papá detuvo su carrera y trató de recuperar el aliento. Fue una de las pocas veces que se vio obligado a darme una paliza.

Fue también durante unos carnavales que a mi hermana María Angélica la atracaron en el barrio. Tenía quince años y decidió salir disfrazada de Madonna y con la gargantilla de oro que mis papás le regalaron en el cumpleaños. No bien había llegado con sus amigas a la esquina de la 59 con la 86 cuando aparecieron dos tipos en una moto. El parrillero se bajó, le arrancó la gargantilla y volvió a subirse a la motocicleta. Pero ella no se iba a dejar. Lo haló por la camisa y lo tumbó. Logró recuperar la prenda, pero cuando ya iban de regreso a la casa el tipo la alcanzó y le dio una trompada que la dejó en el piso, le quitó otra vez la joya y se largó a toda velocidad en la moto.

Al otro lado de la cuadra, en toda la esquina de la 90 con la 59 quedaba la casa de los Urquijo. Era una casa grande, blanca, de dos pisos, donde vivían tres hijos: María Angélica, Carlos y Enrique. La niña no sólo compartía el nombre sino también la edad con mi hermana y Carlos era el travieso de la cuadra. Siempre estaba metiéndose en líos. Una vez le perforó una oreja a mi hermano mayor con una escopeta de balines. Álvaro llegó corriendo y llorando. Mi mamá lo recibió asustada, pero guardando la calma. Lo llevó hasta el baño y allí, sobre el lavamanos, con el agua corriendo y llevándose la sangre que brotaba en hilos, hizo uso de todos sus conocimientos de enfermería para sacar el balín atascado. Lo que siguió fue tremendo regaño por parte de mi mamá a los pelaos involucrados en el incidente, y una llamada a los padres para poner la queja.

Frente a los Urquijo vivían los Renowitsky, y aunque Nicolás era de mi edad, no sé por qué nunca me hice amiga de él de niña, sino en la adolescencia. Creo que fue una vez durante mis muchos recorridos por el barrio en bicicleta, en esos años en que los pantalones chicle y el copete "Alf" eran la norma entre las chicas, que Nico me dijo algo al pasar frente a su casa y yo, en vez de seguir de largo como hacía casi siempre que un pelao del barrio me piropeaba en mis solitarias excursiones a la papelería o a la tienda, detuve la cicla y me quedé a hablar con él. Muchas tardes ociosas pasamos sentados en el murito de su casa, escuchando a los Pet Shop Boys a todo volumen a través de la ventana o comentando la última sexy comedia gringa que daban en el cine Capri o en el Cinerama 84, Zapped por ejemplo, hablando con sus amigos, chismoseando sobre los pelaos del barrio o contándome las travesuras que hacía en el colegio Marymount: una vez Sister Johana lo obligó a comer jabón por decir una mala palabra.

Nicolás vivía junto a Carlotica Puche, una de las mejores amigas de mi mamá. En su casa me sentía bienvenida y Roberto, su esposo, siempre tenía una sonrisa amable para mí. Fue durante una de las visitas a su casa que nos enseñaron el juego del ojo del diablo. Si no estoy mal Maria Carlota, la hija mayor, era la que mandaba la parada y junto a otros amiguitos de la cuadra se encerraron en una habitación oscura dejando a los niños más chiquitos por fuera. Luego nos hacían pasar uno por uno. La idea era espantarnos, pero eso no lo sabíamos. La habitación a oscuras se llenaba de risas diabólicas y de manos que nos halaban de un lado para otro. Luego una voz de ultratumba hablaba del ojo del diablo y te indicaba estirar el dedo índice. Entonces una mano tomaba la tuya y tu dedo se introducía en algo baboso y frío que resultaba ser un tomate. Después venía el alarido, el llanto, el correr hacia la puerta y salir a la luz, llorando y el refugiarse en las faldas de la mamá. Atrás quedaban las risas de los más grandes. Cuando tuvimos la edad suficiente mi hermana y yo pasamos de víctimas a victimarias imponiendo el terrible juego a nuestros primos más chicos.

Heidi vivía al otro lado de la casa de Carlotica, y aunque era mayor que yo y que mi hermana, la considerábamos una buena amiga. Tenía las piernas largas y el pelo rizado y rubio y vivía en una hermosa casa estilo colonial español, con patio interno y baldosas de color rojo en todo el piso. Muchas tardes pasamos jugando con sus muñecas y a diferencia de otras niñas de la cuadra ella era generosa con nosotras y compartía todos sus juguetes. En cambio otras vecinitas nos hacían sentir mal, sobre todo a mi hermana, porque no teníamos la última Barbie. Otra que compartía sus juguetes conmigo era Susanita Chiriboga, que era menor que yo. Su hermanito y ella tenían un cuarto únicamente dedicado a los juegos, algo que nadie más poseía en la cuadra. Ambos tenían carritos eléctricos que manejaban por toda la casa. El cuarto de Susanita estaba decorado con todo tipo de Barbies, inclusive esa que uno tenía que maquillar y otra de tamaño natural que me asustaba tanto.



Entre la casa de Susanita y la de Heidi quedaba la de los Arteta, de donde una vez salió una novia asustada rumbo al altar y causó todo un revuelo en la cuadra. Los papás de Susanita compraron la casa y durante un buen tiempo estuvo desocupada. Allí jugábamos al escondite. Las noches de apagones eran las mejores para este juego y con la complicidad de las tinieblas buscábamos escondrijos detrás de árboles, debajo de escaleras y entre las matas de ésta y otras casas vecinas. Para contar escogíamos un rincón junto al portón del garaje o la puerta de entrada de alguna de las casas. Iluminados tan sólo por las barrigas de las luciérnagas acechábamos sigilosos el momento oportuno para salir corriendo y gritar “Pormiportodos”.

Con la llegada de la luz se acababa la diversión y poco a poco cada uno de los pelaos de la cuadra se iba entrando a su casa. El juego se acabó, como se acaba todo, como se acabaron mis días de infancia y mis noches adolescentes en la hamaca. Se acabó la vista frente a mi casa con su cielo de colores a la última hora de la tarde, pues una mole de cinco pisos se erige hoy sobre la casas de enfrente. Se acabó el color de mi casa, pues hoy en día está pintada de amarillo y no de blanco como yo la recuerdo y en vez de dos árboles sólo tiene uno. Las otras casas se han llenado de muros y rejas y con ellos se acabó el aire de libertad que antes se respiraba. Algunas han sido transformadas y ahora son irreconocibles, y unas cuantas permanecen intactas. Se acabaron las risas y los gritos, el ruido de los zapatos corriendo sobre el asfalto y el de las pelotas rebotando en el concreto. El cuento se acabó. Lo que no se acaban son los recuerdos y mis ganas de volver a patinar en mi cuadra.


Miami, marzo 2007. Escrito para la antología "La vuelta a la manzana" aún por publicar editado por Álvaro Suescún, Eduardo Márceles y Aníbal Tobón.

"Para sacar a pasear los recuerdos y las palabras"

Con este proyecto se pretende triangular la ciudad para contar la historia de Barranquilla desde sus protagonistas cotidianos, los personajes que se destacaron por sus proezas singulares que los convirtieron en nuestros héroes de barriada, también la toponimia de sus calles, anecdotarios y recuerdos arquitectónicos. Cada ciudad está conformada por células urbanas conformadas, inicialmente, por una casa, luego otra, de cuyas uniones nacen las cuadras y de la suma de las cuatro adyacentes surgen las manzanas. Así se da inicio a la conformación de un sector o barrio de la ciudad, del surgimiento de nuevos barrios se conforma un pueblo, y luego una ciudad.

Comentarios

  1. Anónimo4:06 p. m.

    Q BUENOS RECUERDOS MI QUERIDA BUTIS,,,UN ABRAZO,,MURCY.

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  2. Hola, devoré este artículo y me sentí de nuevo en Quilla en esas épocas... La atmósfera del relato me tiene aún soñando.

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  3. Me encanto prima, un gran abrazo luisfer

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  4. Salome, me encanto tu relato de la infancia en BAQ la cual es inolvidable! Un abrazo LuisFernando L.

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  5. Querida Butis: me he reido mucho, me parece genial que escribas y asi nos entretienes a todos con tantos anecdotas... como lo del ojo del tio ese que resulto era un tomate...UChhhh! eran terribles y lo pasaron divino!!!
    Un besote, Connie

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  6. Me ha encantado el estilo de escribir y el contenido aún por que expresa nuestros sentires.
    Que maravillosa la persona que escribió.

    Félix.

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