Calles de tierra

Dicen que lo que nos sucede en la infancia se queda grabado en nuestras mentes como una película imposible de borrar y hoy, años después, recuerdo el exacto color de las calles de tierra que recorrimos bajo un sol abrasador de medio día. Con nuestros uniformes azul y blanco, perfectamente planchados, con nuestros zapatos lustrados y nuestros cabellos peinados con primor por una madre o una nana, recorrimos ordenadamente el colegio y el barrio de los pobres asistiendo con asombro a ese otro mundo ajeno a nosotras. No recuerdo exactamente que edad tenía, pero sé que cursaba cuarto o quinto de primaria. No sé si para las otras niñas esa visita tuvo el significado que tuvo para mí. Sólo sé que la excursión me impresionó y que en ese momento se desarrolló el sentido de altruismo que hasta ahora me acompaña.

A diferencia de mis compañeritas yo había estado expuesta a esta realidad social, pero hasta el momento no había comprendido de qué se trataba. Recuerdo vagamente una visita anterior a otro barrio como estos, tal vez tendría siete años, pues fue por esa época que mi mamá estudiaba enfermería y debía hacer campañas de higiene en barrios marginados. El sol se filtraba por las paredes de las pequeñas casas, construidas con tablas y palos, y por los techos de zinc agujereados. Las señoras usaban una escoba de palitos para barrer los pisos de tierra apelmazada y el olor a café inundaba la única estancia que servía como cocina, comedor, sala y dormitorio. Sólo tenían para ofrecer agua de panela o café y nos lo brindaban gustosas tratándonos como realeza. Mi mamá organizaba rifas entre las vecinas. Las que tuvieran el piso más limpio y la basura mejor recogida podían participar y llevarse nada más y nada menos que un juego nuevo de sábanas o de toallas. Las ganadoras gritaban de alegría.

Años después fue el llanto seco de una humilde madre el que me conmovió hasta las lágrimas. Era adolescente cuando acompañé a mi mamá a visitar a su comadre. Hay una vieja costumbre en nuestra sociedad en que una familia rica apadrina a una pobre de generación en generación usando el bautizo de los hijos como pretexto. Es un intercambio conveniente en el que una familia obtiene mano de obra barata a cambio de ayudar en la educación de la nueva generación. Pero a pesar de las buenas intenciones el ciclo de la pobreza es más fuerte y rara vez se rompe. La comadre en cuestión había perdido un hijo ahogado en un pozo que se había formado en la temporada de lluvias. En la humilde sala de paredes sin pintar, el pequeño ataúd de madera albergaba el cuerpo del menor de doce años. El rostro acongojado de la madre afectaba a todos los presentes sentados en sillas de plástico alrededor del cajón. ¿Que podíamos hacer para alivianar su dolor? Probablemente mi mamá la ayudó económicamente a costear el entierro, pero ¿quién le devolvería las risas del hijo?

Ya en la universidad fueron las risas de los niños pobres las que llenaron mis fines de semana de alegría durante un semestre. Todo empezó como un requisito de la materia de sociología. Para llegar al barrio de calles enlodadas por la lluvia constante de la capital tenía que atravesar la ciudad en tres microbuses diferentes durante hora y media. Los sábados por la mañana mis compañeras y yo hacíamos actividades recreativas para estos pequeños que no tenían otra forma de esparcimiento y cuya infancia acabaría tempranamente con un embarazo o el reclutamiento en una de las pandillas del barrio. Al final del semestre pudieron más nuestras ganas de descansar los fines de semana y a pesar de que les prometimos que lo haríamos, no volvimos.

Con mi emigración al país más desarrollado del mundo acabó para mí el contacto con la pobreza. Sólo las imágenes en la pantalla de televisión me mostraban de nuevo las calles de tierra. Los rostros tristes de los niños se sucedían uno tras otro en el infomercial de Children International. Al consultar www.childreninternational.org supe que esta fundación sin ánimo de lucro tiene una sucursal en Barranquilla, mi ciudad y que por 22 dólares mensuales podía ser la madrina de un chiquillo y poner mi granito de arena para luchar contra la pobreza. Fue así como conocí a Brayan. Primero llegaron sus fotos, luego sus cartas. Finalmente decidí ir a conocerlo y en mi última visita a la ciudad saqué un día entero de mi agenda para estar con él. Mis zapatos llegaron a casa untados de arena, pero mi corazón llegó inundado de sus risas y en mi mente quedó fija una idea, ayudar a un niño, a salir de la pobreza. Asumo la responsabilidad como la asumió mi madre al volverse comadre, esperando que algún día ya no existan calles de tierra.

Comentarios

  1. Anónimo8:28 p. m.

    Cuál es la mejor forma de ayudar, enseñar a pescar o simplemente proveer de pescados? Esta pregunta me atormenta cuando recuerdo a mis propios ahijados.
    Es admirable que mantengas una realción personal con Bryan. Esperemos que el reconozca su suerte de tenerte como Madrina y sepa responder poniendo lo mejor de si para superar las condiciones de vida que actualmente tiene. Seguramente necesitará mas de tí conforme vaya creciendo - mas guía, ejemplo de vida y mayor dirección en las decisiones que irá tomando.

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